martes, junio 27, 2006

Una lectura de Sofia, del Dr. Chesky

(Transcripción de un fragmento de la conferencia que el Dr. Donatello Pérez-Black Duocastella ofreció en el Ateneu del Barri de Gràcia, en Barcelona, el 19/06/2006. La conferencia se dictó originalmente en catalán y ha sido traducida por Juan Antonio Montiel).

Antes de pasar a la lectura del famoso cuento Sofía, que orifinalmente apareció en Literatura y ajedrez, publicado en 1924, consideremos [inaudible] del conocido filósofo alemán Peter Sloterdijk:

"Cada uno de nosotros es paranoico en la medida en que se identifica con su nombre interior como con una misión. Porque mi nombre nunca me pertenece a mí, a no ser, a lo sumo, en forma de préstamo o, lo que es peor, determinando un equívoco, al delatar únicamente cómo me nombran los otros. (Aquí hay que decir 'nombran' como se dice 'producen' o 'suprimen'.)"

Como recordarán, Sofía se resuelve de una manera ciertamente inesperada, cuando la protagonista se suicida por inmersión en un lago; aquel acto, sin embargo, está presidido por un gesto que es forzosamente la clave de cualquier interpretación del cuento: la protagonista se arranca del cuello un colgante con su nombre (por ese motivo me he permitido citar a Sloterdijk). En primer lugar, debemos advertir que no puede ser casual que ese nombre sea justamente Sofía, una palabra que, como saben, es el equivalente griego del español sabiduría.
Sin embargo, conviene ir paso a paso: la renuncia al nombre propio, simbolizada por el gesto de arrancarse el collar, podría funcionar por sí misma como una resolución para la trama, sobre todo si consideramos que la sangre que cubre el lecho de Sofía en la primera escena corresponde a una herida simbólica -ella es incapaz de encontrar una herida real en su cuerpo- y que, en ese sentido, no es más que una estrategia del cuento para hacer comparecer en la trama el elemento sangre y, de este modo, la filiación, que en el caso de nuestra cultura es también el nombre del padre y/o el nombre que me ha sido dado por el padre.
Algunos críticos, entre los que destaca el norteamericano (de origen coreano) Moon Park, se han apartado un tanto de la ortodoxia al postular un comienzo antes del comienzo en el caso de Sofia y de muchos otros relatos del doctor Chesky. Se apoyan en diversos textos filosóficos de nuestro autor, escritos en los que Chesky hacía referencia al hombre como un ser vivo al quer corresponde un doble nacimiento: uno biológico y otro simplemente lógico, es decir, vinculado con el Logos, la palabra. Desde este punto de vista, el acontecimiento precede a toda comprensión y también es simultáneo con respecto de la comprensión, aunque transformado, ya sea en una certeza, la de la propia existencia, o en un enigma: el del nacimiento. Partiendo de este punto, Moon Park postula dos posibles explicaciones a la sangre del lecho de Sofía, que otros muchos lectores se han contentado con considerar fantástica: la primera de estas posibilidades es que esta sangre apele al propio nacimiento de la protagonista, o en todo caso a un segundo nacimiento. La segunda posibilidad es que aquella sea la sangre del padre: una gran cantidad de lectores han visto el parricidio como el eje que atraviesa los cuentos de Literatura y ajedrez. En caso de aceptarse esta hipótesis, habrá que decir que Sofía no está muy desencaminada cuando busca la fuente de la sangre del padre en el propio cuerpo. Finalmente, está claro que existe otra posibilidad que Moon no contempla: se le conoce por ser un tanto mojigato [risas del público]. Me refiero a que la sangre que aparece en la cama de la protagonista sea su propia sangre menstrual: teniendo en cuenta la descripción que Chesky hace de la habitación de Sofía y el énfasis en su condición solitaria resulta fácil imaginarla como una especie de solterona de mediana edad; no hay, sin embargo, ninguna indicación en el cuento que nos permita cotejar esta impresión: Chesky nunca menciona la edad de su personaje. Nada impide, por tanto, que Sofía sea una adolescente.
Sorprendentemente, es posible avanzar en la interpretación del cuento sin decantarse por ninguna de las posibilidades que hemos enumerado: en los tres casos la sangre trae a colación el vínculo paterno filial que, como hemos visto, está relacionado con el nombre mismo, no sólo desde la perspectiva de que el padre dona el apellido a los hijos, sino -en consonancia con las ideas del propio Chesky-, en tanto el padre simbólico es intercambiable por lo que Gadamer y otros han llamado la tradición, que en este caso puede entenderse como el yo que me antecede a mí mismo, o bien, incluso, el mundo; lo que está ahí antes de que yo aparezca y que me determina fundamentalmente: el lenguaje, por supuesto. En este orden de ideas, el gesto de despojarse del nombre -del collar- es, por supuesto, un exabrupto, y un acto de rebeldía que es también un acto de comprensión de la propia manera de ser en el mundo.
Si asumimos, por ejemplo, que la sangre en el lecho de Sofía es su menstruo, estaríamos en camino de entender que lo que Sofía está rechazando al arrancarse el pendiente con su nombre es la propia filiación, en tanto la menstruación es el signo de su capacidad de engendrar. Eso, sin embargo, no explica el suicidio, a menos que, como hemos apuntado antes, hagamos intervenir en la lectura del cuento el asunto de la libertad. Si, como afirma Gadamer, somos efecto de una tradición que nos precede y nos determina, no ha lugar la discusión del acto subjetivo que supone nuestra condición de individuos. Chesky no parece rebelarse frente a esa idea, y esa es la perspectiva que parece reflejarse en su cuento -haciendo a un lado momentáneamente la compleja relación entre autor-persona y autor-implícito-: la sabiduría del personaje femenino, vale decir, la evidencia de una comprensión que surge en ella (la descubrimos repentinamente"presa de una extraña serenidad"), no es solamente la rebelión contra el propio nombre, sino el suicidio. Se entiende que, para este personaje, el único acto libre es la propia muerte.

miércoles, junio 21, 2006

Una teoría sobre la vocación literaria del Doctor Chesky


El Doctor Chesky no fue un escritor precoz -y tampoco fue siempre viejo, como afirman algunos cínicos-. Sin ser un niño común, a causa de su salud precaria y su temperamento tenaz, se entretuvo sin embargo en imaginaciones eminentemente infantiles: el investigador Donatello Pérez-Black Duocastella ha dado a conocer algunas cartas que Chesky escribió a su amiguita Angela cuando ninguno de los dos superaba los once años; en éstas, el futuro escritor revela una de sus aspiraciones secretas, no por infrecuente menos atribuible a un infante: en su niñez, Chesky soñó ser un santo.
Angela participaba de los complejos rituales imaginarios de su compañerito con actitud de víctima propiciatoria: ella era la enamorada que se sacrificaría para que Chesky alcanzara enormes alturas espirituales. Así, cuando menos, lo da a entender la madre de Angela, un tanto preocupada por la tristeza que envolvía a su hija, en una misiva que se conserva en ciertos archivos de un particular en Viena. La señora von Hofstadter estaba obligada a leerle las cartas a su hija, renuente siempre a la alfabetización, así que conocía los detalles del asunto.
Según se sabe, Chesky salía a las calles bendiciendo a la gente, lo que provocaba las actitudes sumisas de unos cuantos -que lo veían aparecer como un enviado de Dios-, las risas de muchos, e incluso una que otra agresión aislada.
El propio Pérez-Black Duocastella ha interpretado estos juegos infantiles en un sentido un tanto inesperado: en su opinión, el niño Chesky no estaba realmente volcado en los asuntos de la divinidad, sino en la aceptación general y en la fama que rodeaba a ciertos predicadores de su entorno. El sacrificio propuesto tácitamente a Angela no era, en este sentido, un asunto espiritual, sino la simple y llana consagración de un ego infantil un tanto desbordado.
Por otra parte, habrá que decir que aquellas cartas en las que Chesky y Angela tratan este curioso asunto no pueden considerarse anuncios de una futura vocación literaria; se trata de escritos dispersos, breves, y absolutamente deudores de la retórica de la época: las cartas de un niño cualquiera del siglo XIX.
¿Cómo surgió, entonces, la vocación escrituraria de Chesky? En este punto, la opinión de Pérez-Black es, si cabe, más sorprendente. El investigador recurre a una curiosa anécdota que nuestro escritor habría contado a uno de sus patrocinadores en California, ciudad que, como se sabe, presenció sus últimos años. Después de padecer el exilio familiar en Viena, Chesky se desplazó a París, lugar en el que comenzó sus luego inconclusos estudios de medicina; en camino a la ciudad luz, más puntualmente en un pueblo llamado Verdún, no muy lejos de Estrasburgo, Chesky presenció el espectáculo insólito del derrumbamiento de la torre de una iglesia. Según el relato del propio Doctor Chesky, esa misma noche escribió su primer cuento, un texto que desafortunadamente se ha extraviado, y del que, en consecuencia, poco se sabe.
La lectura que Pérez-Black hace de aquellos sucesos puede pecar de psicoanalítica, pero es suficientemente interesante como para ser consignada aquí: para el investigador, la torre caída ha de mirarse como un falo enorme que sucumbe; el ego que se hace trizas. Cuando aquel acontecimiento extraordinario tuvo lugar, Chesky había sufrido ya los rigores del exilio y los apuros económicos de sus padres; no era ya, en ningún caso, el niño que bendecía a su infantil amiga subido en un pedestal. Sobrecogido por la imagen del derrumbe, en el que vería la imagen de su propio yo fracasado, Chesky habría descubierto -siempre según Pérez-Black- cierta esencia de la literatura: escribiendo, aquel joven no forjaría un nuevo ego rampante, cuya solidez quedaría probada eminentemente en los predicamentos de su destrucción; el ego, en fin, consagrado en la imagen de la aguja de un templo. En su lugar, Chesky elaboraría, incesante, una precaria y misteriosa torre: una secreta, una ambigua torre de palabras.

martes, junio 20, 2006

Un cuento de Literatura y ajedrez

Es imposible saber qué pensó Moon Park, adolescente, sobre los cuentos que Chesky compiló bajo el título Literatura y ajedrez; el propio Park, hoy en día, asegura no recordarlo. Sin embargo, la pregunta sigue siendo pertinente: ¿qué pueden haber significado esos cuentos para quien era casi un niño?
En el tercero de los relatos -titulado "Sofía"-, por ejemplo, una mujer despierta repentinamente sólo para descubrir su lecho cubierto de sangre. Asustada, se palpa todo el cuerpo buscando una herida. Es una mujer solitaria, así que no puede pedir auxilio a nadie: se mira detenidamente en el espejo, pero es incapaz de descubrir herida alguna. A partir de ese momento el hecho le obsesiona de tal modo que termina por abandonar su trabajo, su casa: comienza a vagar por las calles como una mendiga. Parece no haber nada capaz de aliviarla. En la última escena, sin embargo, presa de una extraña serenidad, la mujer arranca de su cuello un medallón en el que puede leerse su nombre: Sofía, y después se suicida sumergiéndose en un lago.

lunes, junio 19, 2006

Nadiuska


Nadiuska, la extraordinaria bailarina mística, no nació en Rusia, sino en Bonn. Su verdadero nombre era Angela von Hofstadter: un apellido noble, como puede verse, y un apelativo que, de no haber sido sustituido, permitiría a la posteridad evocar los rasgos de aquella mujer bellísima, aunque de aspecto inalcanzable, espiritual.
Su madre huyó de Alemania perseguida por un escándalo que no es adecuado alimentar aquí, y la niña creció en la heladas estepas, al principio agobiada por los ecos de una lengua incomprensible, insomne por varios meses, a causa del temor que le producían los ermitaños que vagaban por los campos de Rusia. Después de un tiempo, sin embargo, había olvidado su antigua patria y conversaba nerviosa con otro niño: el futuro Doctor Chesky.
Angela era dueña de una clara inteligencia, a pesar de lo cual nunca aprendió a escribir; su madre intentó obligarla prohibiéndole tocar el piano, instrumento que la niña parecía amar sobre todas las cosas. Los resultados del castigo fueron absolutamente inesperados: Angela niña se perdía en las habitaciones de la gran casa, cantaba para sí, y sobre todo bailaba, al ritmo de una música inaudible.
Dos desafortunados acontecimientos determinaron su personalidad futura: el exilio de los padres de Chesky, aristócratas, pero enemigos del zar, y una inverosímil caída en un lago helado. Después de la partida de su único amigo, Angela dejó para siempre de hablar y comenzó a caminar descalza; de las heladas aguas emergió Nadiuska, un nombre que evoca la fugacidad y la nada. El reencuentro con Chesky y el posterior matrimonio, años después, no cambiaron fundamentalmente a aquella mujer misteriosa que se había entregado a la danza y al espíritu.
Diversos biógrafos han señalado la paradoja que acompañó la muerte de Nadiuska, aquejada de tuberculosis: ella persiguió siempre el aire, al que conjuraba dando enormes saltos -algunos aseguran que levitaba-: la espiritualidad de Nadiuska es la del cuerpo aspirando explícitamente a las alturas aéreas. Una enfermedad pulmonar parece, en su caso, una broma del destino.
En sus últimos días, a pesar de todo, no parecía menos iluminada, aunque es cierto que los constantes sofocos fueron el signo inequívoco de la proximidad de su muerte.

domingo, junio 18, 2006

Sueños


Una vez, el estudioso Moon Park, de padre coreano, pero habitante de las húmedas arboledas de la Florida, soñó con el Doctor Chesky.
Había comenzado a estudiar la obra del ruso mientras maldormía en las ruidosas habitaciones de una fraternidad en Stanford. Su madre era una judía de California que resultó embarazada en una comuna: Moon pudo haber sido mulato o mexicano, pero el destino le reservó como origen la sangre de la remota Corea.
En la adolescencia de Moon, su madre ya había vuelto al kosher y la sinagoga, un ámbito en el que un niño de ojos rasgados no tenía cabida, desde luego. Moon fue enviado a Nuevo México con su padre, un traficante de baratijas electrónicas que negociaba su mercancía en Ciudad Juárez, donde la vendía a precios exorbitantes -oro por cuentas de vidrio-. El socio del violento Park era un ruso de más de setenta años, de rasgos inequívocamente tártaros: él fue quien le regaló a Moon el primer libro de Chesky, un ejemplar del oscuro Literatura y ajedrez, en el que el viejo escritor reunía cuentos que tenían como tema secreto el parricidio.
Resulta difícil saber qué pensó Moon de aquellos cuentos, seguramente incomprensibles para un adolescente; en cualquier caso fue a Chesky, y no a otro escritor, a quien llegado el momento escogió como tema para su tesis. Cuando se mudó a Florida, a finales de los años noventa, hacía casi veinte años que se dedicaba exclusivamente al tópico que lo había convertido en un investigador reconocido entre sus pares, si bien necesariamente marginal.
En el sueño, Moon se veía a sí mismo como un niño al que Chesky cubría con sus largas barbas, mientras en el fuego ardía una irreconocible pieza de ajedrez.

Poesía y ciencia

El Doctor Chesky perteneció a cierta clase de hombres que ya no existen, o que quizá nunca existieron: aquellos para quienes la persistente nostalgia era una fuerza que los lanzaba hacia adelante. La mención de la nostalgia no debe, sin embargo, confundir a los lectores: Chesky se resistía a todo sentimentalismo; a decir verdad, ésa es una de las características de su personalidad más valoradas por sus biógrafos. Es justo decir que fue uno de los últimos escritores para los que la ciencia era un territorio abierto a la poesía, y ésta, por su parte, el resultado de miles de minúsculos experimentos.
Cuando su amada Nadiuska murió, él no compuso un previsible poema a los pies con que ésta clamaba a los dioses secretos -pies que ella usualmente llevaba desnudos, incluso en el frío o la lluvia-, sino que escribió una oda a sus pulmones destrozados. El poema fue escrito en una lengua estrictamente técnica, y comienza con las palabras: "Oh bacilos fagocitados por los macrófagos alveolares no activados, / oh citoquinas liberadas que atraerán más macrófagos y monocitos...".

sábado, junio 17, 2006

Aerostática


Un día cualquiera, mientras se entregaba a densas meditaciones, el Doctor Chesky descubrió cómo un haz de luz que se filtraba entre las maderas de su ventana rota atravesaba el lugar entero, para finalmente iluminar del modo más inesperado una foto que descansaba apoyada entre los libros de su pequeña biblioteca -tantas veces perdida en viajes interminables, desmembrada por soldados y carabineros-.
La foto era de su hija Marina, que había recibido ese nombre en recuerdo de los atardeceres costeros de la remota Kasajistán, ciudad martirizada primero por las hordas turcas y después por los sangrientos bolcheviques. Marina había muerto siendo niña, devorada por la tuberculosis, enfermedad que también se había llevado a su madre: Nadiuska, la bailarina-mística de la que Chesky se había enamorado en su propia infancia -mientras ambos reían sintiendo cómo sus pequeñas botas se hundían en la nieve eterna de las estepas-.
Chesky nunca pudo superar esa doble pérdida. Sin embargo, cuando aquel reflejo atravesó la habitación, el viejo escritor no pensaba en la muerte y en la poesía, asuntos gemelos desde el principio de los tiempos, sino en la aerostática: dibujaba los planos de un pequeño globo de gas. Al día siguiente, Chesky construyó el globo, le ató la vieja fotografía y lo lanzó al encapotado cielo de Rusia.