sábado, julio 01, 2006

Viena, un cuento inédito del Dr. Chesky


Viena dormía poco. Cerraba el café a las siete: los dueños le confiaban las llaves sin ningún problema; ella era bastante confiable, y tenía veintinueve años, lo que en aquel tiempo ya era mucho, y estaba sola, según se sabía —no hablaba de esas cosas— y a las siete se iba a su casa y nada más.
Una vez en casa, o bien en el lugar que ella usaba para irse a dormir cuando salía del café: un cuarto minúsculo al que una enorme cama de matrimonio hacía parecer aún más pequeño; cuando llegaba ahí ponía una tetera y se comía un pastelillo de los que le regalaban en la cafetería, pasteles con nata por encima o rellenos de nata, con trozos de chocolate. Después de la cena se sentaba un rato a leer alguna cosa —no leía mucho: poemas románticos, noticias del día— e inmediatamente después comenzaba su ritual.
De niña, esa era la hora de oír a los padres a través de las puertas, de otear en las cerraduras de la casa sin miedo a ser descubierta por la única sirvienta: eran pobres y no podían permitirse una sirvienta que viviera con ellos; así que había contratado a Rosier, que era judía y era pobre y que al terminar su trabajo se iba a cuidar a sus hijos. De modo que después de las ocho o las nueve, cuando los padres de Viena la imaginaban dormida, ella estaba en realidad oteando detrás de las paredes, silenciosa detrás de las puertas, oculta en la minúscula cocina.
Cuando sus padres murieron ella fue a vivir con la señora Saltzer y comenzó a trabajar en el café. Al principio estaba claramente extraviada, aunque no estaba triste. En todo caso, en cuanto pisó la casa de los Saltzer, que también eran dueños de la cafetería, abandonó su costumbre de espiar. A los veintiséis consiguió ese cuartucho: sólo en el contexto de la rebeldía romántica que invadió el mundo desde entonces —y que no lo ha abandonado aún— podía entenderse que aquella joven viviera sola, aunque también era cierto que técnicamente era una solterona y que su habitación pertenecía a la pensión de Frau Leyden, una mujer sobre cuya reputación apenas había alguna duda.
Así que Viena, a los veintiséis años, comenzó de pronto aquel ritual que no suspendía nunca, ni siquiera resfriada o con un fuerte dolor de estómago, después de comer alguna tarta sospechosamente ofrecida por alguna de las nuevas camareras. Cada noche, Viena se desnudaba y se miraba un buen rato al espejo —miraba sus costados, sus nalgas—, después se ponía lentamente unas medias de seda blancas que parecían más apropiadas para una novia, se ceñía el corpiño y luego, semidesnuda, sensual, se tendía en la cama e intentaba mantener los ojos abiertos el mayor tiempo posible, como si esperara la visita de alguien. Después de un rato, por supuesto, el sueño la vencía, y al día siguiente debía levantarse temprano para ir a trabajar.
En todos los años que llevaba trabajando en el café, Viena había conocido a muchos hombres, y había recibido invitaciones de unos cuantos: propuestas que variaban en tono y que disfrazaban distintas intenciones. Sin embargo, a los veintinueve años, Viena apenas había salido con alguien. Hubo un chico alguna vez, pero sus padres lo reprendieron y él abandonó toda pretensión con una joven que al fin y al cabo no era más que una camarera, y que ni siquiera era particularmente bella.
Cuando apareció Jan, sin embargo, todo fue distinto: Viena no tenía idea de la posición social de aquel joven que aparecía vestido con modestia, pero también con una rara dignidad; debía tener veintidós o veintitrés años, cuando mucho: lo miró en medio de varias personas, callado, sin intervenir apenas en la conversación y pronto descubrió que él estaba mirándola.
Después de muchos días, Jan se apareció en la puerta del café a la hora en que Viena salía y comenzó a hablarle. Ella tenía prisa por causa de su ritual, y sin embargo se quedó unos minutos respondiendo preguntas obvias y sonriendo un poco, apenas lo necesario para mostrar que no estaba del todo aburrida.
Jan consiguió lo que quería de una manera mucho más fácil de lo que hubiera podido imaginar. Salían un rato después de las siete y luego él acompañaba a Viena a su casa. Alguna vez, ésta incluso pidió a los dueños de la cafetería que le permitieran irse y pasaron la tarde entera en el Prater. No le tomó muchos días convencerla de acompañarlo a su casa y ahí se acostó con ella, tocándola con más extrañeza que pasión, aunque eso él fue incapaz de verlo. Viena accedía, pero después se iba invariablemente a su casa, y todo lo que ella tenía que hacer solamente se retrasaba un poco.
El último día, Viena actuó de modo distinto. Insistió en ir inmediatamente a casa de Jan y en cuanto llegaron ahí comenzó inmediatamente a desnudarse y a exponerse a las miradas del joven como no lo había hecho nunca antes. Jan estaba confundido: hasta el día anterior presumía a sus amigos los detalles de su conquista, pero esa tarde descubrió que amaba a Viena y que, por encima de todo, deseaba protegerla. Se entregó a Viena con un entusiasmo que podría llamarse femenino, y cuando vio que ella no pensaba irse a la hora acostumbrada se acostó a su lado y se puso a imaginar un destino común hasta quedarse dormido.
Es inútil especular sobre lo que Viena pensaba mientras veía a Jan dormir. Se acercó a la silla donde había dejado su vestido y de entre las ropas sacó un instrumento largo y agudo. Sin nerviosismo lo introdujo en la boca de Jan y lo clavó ahí, en algún lugar de la garganta; Jan comenzó inmediatamente a ahogarse, incapaz de emitir un grito: tardó un buen rato en morirse. Eran casi las tres de la mañana, así que Viena cubrió tiernamente al joven, se vistió con cuidado y salió a la calle.
Al llegar a casa, volvió a desnudarse frente al espejo, se miró un largo rato, se puso las medias blancas, y, finalmente, se tendió en la cama enorme, intentando con todas sus fuerzas no quedarse dormida.


Traducción del alemán de J. Caimito de Guayabal