miércoles, junio 21, 2006

Una teoría sobre la vocación literaria del Doctor Chesky


El Doctor Chesky no fue un escritor precoz -y tampoco fue siempre viejo, como afirman algunos cínicos-. Sin ser un niño común, a causa de su salud precaria y su temperamento tenaz, se entretuvo sin embargo en imaginaciones eminentemente infantiles: el investigador Donatello Pérez-Black Duocastella ha dado a conocer algunas cartas que Chesky escribió a su amiguita Angela cuando ninguno de los dos superaba los once años; en éstas, el futuro escritor revela una de sus aspiraciones secretas, no por infrecuente menos atribuible a un infante: en su niñez, Chesky soñó ser un santo.
Angela participaba de los complejos rituales imaginarios de su compañerito con actitud de víctima propiciatoria: ella era la enamorada que se sacrificaría para que Chesky alcanzara enormes alturas espirituales. Así, cuando menos, lo da a entender la madre de Angela, un tanto preocupada por la tristeza que envolvía a su hija, en una misiva que se conserva en ciertos archivos de un particular en Viena. La señora von Hofstadter estaba obligada a leerle las cartas a su hija, renuente siempre a la alfabetización, así que conocía los detalles del asunto.
Según se sabe, Chesky salía a las calles bendiciendo a la gente, lo que provocaba las actitudes sumisas de unos cuantos -que lo veían aparecer como un enviado de Dios-, las risas de muchos, e incluso una que otra agresión aislada.
El propio Pérez-Black Duocastella ha interpretado estos juegos infantiles en un sentido un tanto inesperado: en su opinión, el niño Chesky no estaba realmente volcado en los asuntos de la divinidad, sino en la aceptación general y en la fama que rodeaba a ciertos predicadores de su entorno. El sacrificio propuesto tácitamente a Angela no era, en este sentido, un asunto espiritual, sino la simple y llana consagración de un ego infantil un tanto desbordado.
Por otra parte, habrá que decir que aquellas cartas en las que Chesky y Angela tratan este curioso asunto no pueden considerarse anuncios de una futura vocación literaria; se trata de escritos dispersos, breves, y absolutamente deudores de la retórica de la época: las cartas de un niño cualquiera del siglo XIX.
¿Cómo surgió, entonces, la vocación escrituraria de Chesky? En este punto, la opinión de Pérez-Black es, si cabe, más sorprendente. El investigador recurre a una curiosa anécdota que nuestro escritor habría contado a uno de sus patrocinadores en California, ciudad que, como se sabe, presenció sus últimos años. Después de padecer el exilio familiar en Viena, Chesky se desplazó a París, lugar en el que comenzó sus luego inconclusos estudios de medicina; en camino a la ciudad luz, más puntualmente en un pueblo llamado Verdún, no muy lejos de Estrasburgo, Chesky presenció el espectáculo insólito del derrumbamiento de la torre de una iglesia. Según el relato del propio Doctor Chesky, esa misma noche escribió su primer cuento, un texto que desafortunadamente se ha extraviado, y del que, en consecuencia, poco se sabe.
La lectura que Pérez-Black hace de aquellos sucesos puede pecar de psicoanalítica, pero es suficientemente interesante como para ser consignada aquí: para el investigador, la torre caída ha de mirarse como un falo enorme que sucumbe; el ego que se hace trizas. Cuando aquel acontecimiento extraordinario tuvo lugar, Chesky había sufrido ya los rigores del exilio y los apuros económicos de sus padres; no era ya, en ningún caso, el niño que bendecía a su infantil amiga subido en un pedestal. Sobrecogido por la imagen del derrumbe, en el que vería la imagen de su propio yo fracasado, Chesky habría descubierto -siempre según Pérez-Black- cierta esencia de la literatura: escribiendo, aquel joven no forjaría un nuevo ego rampante, cuya solidez quedaría probada eminentemente en los predicamentos de su destrucción; el ego, en fin, consagrado en la imagen de la aguja de un templo. En su lugar, Chesky elaboraría, incesante, una precaria y misteriosa torre: una secreta, una ambigua torre de palabras.